El miedo a equivocarme, me hacía levantar la cabeza y mirar con mis propios ojos que, de verdad, no venía ningún tren.
Mis amigos y yo, ya habíamos colocado en fila dos o tres latas y cuatro o cinco monedas en el hierro infinito.
No debíamos esperar mucho. El sonido traqueteante por fin nos avisaba de que el tren llegaba ya. Y entonces nos separábamos de las vías y esperábamos con la mirada fija en las latas y monedas que habíamos dejado.
El sonido seco al pasar por encima, nos decía que ya habíamos conseguido las planchas redondas metálicas.
Las latas aplastadas no las usábamos. Sólo las poníamos ahí por diversión.
Las monedas se convertían, después de hacerles un agujero en medio, el mejor de los topes para la cuerda de mi peonza.
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