En Viernes Santo, no se podía comer carne. El día comenzaba en la cocina, haciendo el potaje de Semana Santa, con sus garbanzos remojados del día anterior, su bacalao, sus espinacas y sus buñuelos de pan. Mientras hervía en la olla, las natillas y flanes envolvían toda la casa con ese olor dulce que hacía que se hiciera la boca agua.
No se podía comer carne, pero esos días, el ayuno, brillaba por su ausencia...
A la tarde, ya nos preparábamos. El traje de los domingos, los velones, los zapatos nuevos.... y cuando ya se estaba haciendo de noche, los vecinos nos íbamos reuniendo en la Parroquia San Nicasio.
Los tambores de la banda marcaban el ritmo del paso. Las cornetas esperaban su turno para hablar.
Capiruchos negros, ocultando las caras de los cofrades que acompañaban al Santo Cristo en la procesión. Mujeres y hombres descalzos o de rodillas cumpliendo una promesa.
Y nosotros acompañándoles a ellos con nuestra vela de medio metro encendida.
Una parada. Una saeta desde el balcón. La voz de alguna devota resonaba en el aire. El sentimiento religioso llegaba a todos los corazones a través de los oídos.
Mientras tanto, yo dejaba caer una gota de cera derretida en mi mano. Estaba caliente, pero no quemaba. Luego hacía dibujos en la acera, dejando caer unas cuantas gotas más.
Cuando llegaban las 11 de la noche, ya no podía más. El sueño y sobre todo el dolor de mis pies hacía que mi deseo de llegar a casa, fuese infinito.
Por fin, y cerca ya de media noche, llegábamos de nuevo, al punto de partida.
El velón, prácticamente consumido, nos anunciaba el fin del Via Crucis.